
Nos amamos, nos besamos como novios. Nos deseamos y hasta a veces, sin motivo, sin razón nos enojamos.
Somos novios – Armando Manzanero
Complicada, esa era la palabra que mas usaba él para describirla, complicada y hermosa.
Se veían una vez por semana, con suerte dos, pero eran dos extraños fuera de aquellas paredes blancas y frías. Ella llegaba siempre sin prisa, como si tuvieran todo el tiempo del mundo y al entrar por la puerta se convertía en su novia. Ambos representaban papeles magistrales en sus vidas, la muchacha callada e inaccesible, el tipo apuesto y simpático; lo único que tenían en común era el deseo que todos sentían por ellos y sus vidas clandestinas y compartidas.
– Cómo te fue hoy mi amor? – preguntaba siempre él, sirviéndole un vaso de agua.
– Bien, aburrida como siempre -, respondía ella sentándose y acariciando la mano de él.
Entonces él salía a fumar un cigarro y mirar la lluvia caer, mientras ella lo acariciaba con sus ojos y dedos. Así conversaban un buen rato, siempre pretendiendo que tenían todo el tiempo del mundo, que eran novios, que todo era perfecto. Luego compartían una ducha caliente y ella se enjabonaba primero y luego lo observaba mientras él llevaba a cabo el ritual sagrado de asearse.
Después iban desnudos a la cama de y se tendían calmados, relajados, a mirarse, a aprenderse de memoria, a recorrerse con las respiraciones, a soñar que si eran novios y que todo era perfecto. Y el sueño se volvía realidad por unas horas mientras comenzaban los besos y las caricias y él le decía que quería «probar» y ella se llenaba de sonrojos y gemidos, de estremecimientos y vellos erizados. Él se volvía un depredador, despiadado, malicioso y la torturaba sosteniéndola de la cadera y abusando de la sensibilidad de su anatomía.
Y se amaban entre aquellas cuatro paredes blancas y frías y ella cerraba los ojos al tocar las puertas del clímax y el temblaba entre sus piernas. Eran engranajes que le daban energía a una maquinaria perfecta que no dejaba de funcionar. Entonces se vestían y recorrían su ciudad, tomados de la mano, como novios. Él le hablaba de tal restaurante y de lo delicioso que era tal plato y jugaban a decidir a cual entrar o simplemente miraban obras de arte a través de las vidrieras o se detenían a sentir la brisa en la cara mientras se sentían más novios que nunca.
Y así el tiempo volaba y ella tenia que partir y el ponía esos ojos que le desgarraban el alma y las palabras comenzaban a acortarse, a agolparse en las gargantas. El comenzaba a odiarla en el preciso instante en que ella decía «debo irme ya», se odiaba a si mismo por odiarla, por amarla tanto, por tenerla y por no tenerla. Entonces ella partía y el quedaba solo, renuente a perderla, renuente a tenerla. Se convencía a si mismo de que no la tomaría máas, de que no la necesitaría más y se alejaba, se alejaba mucho en esos parajes sombríos a los que se llegaba solo a través de sus ojos de pantera.
Y a la mañana siguiente, cuando se volvían a cruzar, la mirada ya no era de pantera, la voz no acariciaba el pelo de ella, la intimidad había desaparecido y solo quedaba un frío «buenos días» que se decían por educación. El ya no estaba allí, ella ya no era su novia.
Pero en aquel silencio sepulcral que los rodeaba, los ojos de él la buscaban con sigilo, su nariz la olfateaba en la distancia, sus labios pronunciaban el nombre sin decirlo y cada noche se acostaba buscando su olor en su almohada. Mientras, el corazón de ella se desbocaba a escondidas, lo pensaba a todas horas y no podía dejar de decirle en susurros al viento: si, somos novios.