De torres y maniquíes…

“¡He aquí una de mis víctimas! En su muerte se consuma mi ansia de venganza y se cierra el cielo de mi mísera existencia.»

Frankenstein o el moderno Prometeo – Mary Shelley

El sastre.

Este era un poblado recóndito de Francia y la historia que les contaré aconteció en la Edad Media. Amén de no ser un poblado rico ni de tener una población extensa, los ciudadanos de la burguesía ostentaban la costumbre de hacer bailes y galas dignas de un Rey y su corte. Para sustentar la tradición de los recurrentes bailes de máscaras y los disfraces increíbles, el abuelo del Señor Feudal había hecho traer de París a una familia de sastres muy importantes, dándole a cambio todos los beneficios de los que no gozaban en la gran ciudad por la agotadora competencia.

El Señor Feudal del poblado era un hombre fuerte y enérgico, de unos 50 años y hacía poco había desposado a su quinta esposa, de 17 . Era la muchacha más bella de la región y él la había exigido a sus padres, pobres aunque nobles y no pudieron negarse a tal pedido; el Señor Feudal podía ser muy persuasivo cuando lo deseaba. Transcurría una época de buen clima, sin guerras que azotaran, de buenas cosechas y por tanto, mucha abundancia que el Señor Feudal festejaba a diestra y siniestra. También aprovechaba la buena racha para agasajar a su joven esposa que lo detestaba en silencio aunque permanecía a su lado, fiel y callada.

***

– Ana, mi bella Ana. ¡Ya no aguanto esta ausencia, no resisto veros en otros brazos que no sean los míos! – dijo el amante mesando los cabellos de la señora entre sus brazos.

– Oh mi amor, no desesperes, pronto estaremos juntos – respondió ella y se prendió de su cuello. El amante la arrinconó contra la pared, levantando su pierna entre lienzos y encajes. Le acarició el muslo, bajando suavemente la media de seda. Ella le besó en los labios. El amante siguió su camino entre las interminables ropas de la joven señora y no sin mucho trabajo, la penetró al fin con dos ágiles dedos. Ella se apretó más aún al otro cuello y así vestidos, intentando ser silenciosos, arrinconados contra una pared, desataron sus deseos y disfrutaron de aquel placer clandestino que compartían hacía un par de meses.

– ¡Oh, tus dedos, son mágicos! – susurró al oído de su amante, llegando al orgasmo.

La señora se acomodó los ropajes, acicaló sus cabellos y empolvó su nariz sudada. Se compuso de pies a cabeza y salió del pequeño cuartico donde desató sus más bajas pasiones. Se sentó en la salita diminuta y esperó. Un joven gallardo y hermoso apareció en breve y la saludó. Mientras una muchachita como de su misma edad pero que lucía más joven por ser soltera le sirvió un poco de té. Ana le sonrió y la joven salió de la habitación.

– Señora Ana, un gusto verla, cada día más hermosa.

– Oh Pierre, usted siempre tan galante – dijo ella, ruborizándose.

– Su vestido aún no está listo, le pido disculpas. He tenido poco tiempo por estos días pero si regresa mañana le podremos hacer los últimos ajustes – dijo él con pesar.

– Le creo, usted tiene dedos mágicos y nada ni nadie se le resiste, ¿no es cierto? – dijo ella y le guiñó un ojo.

– Como usted diga mi señora, solo perdóneme por la tardanza – respondió él nervioso, alisando su hermoso cabello negro.

– No hay problemas querido Pierre, de todas formas el paseo por el pueblo me hace mucho bien. Al menos puedo salir de casa – dijo ella, más para si misma que para su interlocutor. Él guardó silencio por unos instantes, apenado.

– Vuelva mañana a la misma hora, le prometo que estará listo.

– Gracias.

Ana dejó el lugar sin prisas, bajando de la alta torre donde Pierre cosía y descosía sin parar, dándole a los ricos de la zona los más bellos atuendos jamás vistos. Siempre sentía una insoportable sensación de vértigo al subir o bajar aquella escalera interminable en forma de caracol y el olor a humedad de las estrechas paredes casi la hacía desfallecer de fatiga y asco. Ya desde la calle se detuvo a contemplar la decrépita edificación de aceras adornadas con elegantes maniquíes. Un suspiro salió de lo más profundo de su alma. Siguió camino.

***

Ana despertó exaltada por los gritos de los empleados y cubriéndose con una manta salió al corredor.

– ¿Qué sucede Antoine? – preguntó a uno de los criados que apareció corriendo.

– ¡Una desgracia señora! ¡Una desgracia! – dijo el hombre llevándose las manos a la cabeza y huyendo sin más. Ana se apresuró y bajó las escaleras hasta llegar al gran salón, donde la esperaba una escena grotesca y espantosa.

Sentado frente a la chimenea en su silla de siempre la esperaba su esposo, vestido con su mejor traje y ostentando un elegante sombrero de plumas moradas. Ana se acercó despacio, tenía miedo. Fue rodeando lentamente el asiento, sus pasos descalzos no se sentían sobre la alfombra. Al quedar frente a su cónyuge se arrodilló despaciol, murmurando palabras amorosas.

– ¿Querido, qué sucede, por qué estás aquí a estas horas? – pero no recibió respuesta alguna. Se acercó más y lentamente descubrió el rostro del marido, quitándole el sombrero. Un grito de horror surcó la mañana y Ana cayó desmayada frente a la chimenea.

La razón de todo fue la imagen horrenda que quedó ante sus ojos al descubrir la cabeza de su esposo… muerto. La muerte en sí no fue lo que la impresionó ya que ella no amaba a su esposo pero las circunstancias de esta y el estado del cadáver eran impactantes, sobre todo para una muchacha de 17 años.

Parte de la piel de su cara había sido removida y en su lugar estaban cosidos trozos de telas preciosas y de colores luminosos. De las cuencas de sus ojos, que habían sido removidos, sobresalían dos piedras preciosas que apenas cabían por lo grandes y grotescas. Faltaban ambas manos y en su lugar, de alguna manera sádica, habían sido empatadas manos de maniquíes que parecían garras ensangrentadas.

Ana fue llevaba a su habitación y su dama de compañía se encargó de aplicarle compresas de agua fría. Debido a la impresión la azotaron una fiebres y vómitos que asustaron a todos pues pensaban que la señora había sido envenenada por el mismo asesino de su esposo. Tres días estuvo Ana en cama sin fuerzas para comer o hablar, tres días la visitó el doctor del pueblo, quien no pudo diagnosticar su mal, solo quedó claro que envenenada no estaba. Al tercer día mejoró y al cuarto se levantó de la cama al fin.

Ordenó recoger todas sus pertenencia y estas fueron llevadas al hostal del pueblo; Ana no podía permanecer en aquella casa. Mientras ella padecía de su rara enfermedad llegó un investigador de Paris y con él un forense. Examinaron el cadáver y la autopsia trajo nuevos detalles a la investigación.

El señor feudal había sido envenenado con arsénico y esa fue la causa real de su muerte. El barbarismo cometido con su cuerpo fue un sacrilegio perpetrado por una mente enferma. Otro de los detalles extraños y grotescos que Ana no notó al desmayarse fue que su esposo no estaba vestido si no, que las ropas estaban cosidas al igual que los pedazos de telas en su cara. El cuerpo había sido desollado y mutilado. También los órganos habían sido removidos, siendo rellenado el torso con cintas de colores y retazos de telas. Las condiciones de la muerte del señor feudal parecían una burla de mal gusto.

El caso estaba resuelto de todas maneras ya que se encontró una carta amenazando al señor feudal si no dejaba ir a su esposa. Todo señaló a un crimen pasional y el asesino había sido, según indicaba todo, Pierre el sastre. Ana se enteró de todo esto por su dama de compañía que le comentó todo. En la carta amenazante, el sastre ponía que él siempre había amado a Ana aunque ella no sabía nada pero que debía dejarla ir o acabaría con la vida de su esposo. Ana no podía creer lo que escuchaba y enseguida se dirigió a la estación de policía, donde mantenían encerrado a Pierre.

– ¡Exijo ver a Pierre de Lafouret antes de que se tome decisión alguna, estoy segura de que este hombre es inocente! – dijo Ana y logró que la dejaran verlo.

Pierre estaba tirado en una esquina de la asquerosa celda, cubiertas de fango sus ropas y el hermoso cabello negro suelto y desordenado. Ana se acercó a él; no tenían supervisión.

– ¿Amor mío, pero qué has hecho?

– Yo no he sido amada mía, nada he tenido que ver con su muerte – respondió el hombre, desesperado.

– ¿Entonces quién? Debemos sacarte de aquí – dijo ella besándolo en los labios.

– Nadie sabía lo nuestro, solo mi hermana – dijo él y se abrazó al regazo de la bella Ana.

– No temas, lo resolveremos, te sacaremos de aquí – dijo ella y se quedaron un rato abrazados mientras ella lo consolaba y acariciaba. Más tarde Ana se marchó.

***

 Pierre fue ahorcado un mes después al comprobarse su culpabilidad dadas las pruebas contundentes pero ese mismo día en la mañana recibió una carta de Ana que decía.

Querido Pierre:

Te perdono por lo que hiciste y no te guardo rencor. Mi amado esposo descansa en el cielo y espera por mi, pacientemente. Me encuentro en París y no regresaré al pueblo jamás. Como nos criamos juntos y tu hermana quedó desamparada después de tu horrendo crimen, decidió venirse conmigo siendo yo lo único que le queda en este cruel mundo. Vivimos juntas ahora y espero encontrarle un buen esposo que sea rico y tierno con ella. Es una mujer hermosa y tiene tus mismas manos, tus mismos labios, tus mismos dedos y heredó tu pasión por la costura pero ha decidido no dedicarse a lo mismo que tú. Sus dedos mágicos serán usados más sabiamente de ahora en adelante al igual que sus labios y su cuerpo. Será una buena esposa. 

Ambas te amamos y te agradecemos lo que has hecho, sin ti no estaríamos juntas ahora. Ve con Dios.

Pierre encendió de ira al leer las palabras de su amante y comenzó a gritar «traidora» y «maldita prostituta» cegado por el odio. Así lo llevaron a la horca y nadie lo escuchó, solo se ganó algunos golpes en las costillas para calmarlo un poco. Murió solo y dando batalla.

***

En París Ana despertó temprano, esta vez sin ruidos, sin sobresaltos pues ya no tenía sirvientes. Había despedido a su antigua dama de compañía y para todo París la hermana de Pierre era la sirvienta de la señora viuda. Se desperezó lentamente y descubrió su cuerpo desnudo y hermosamente blanco. Siguió halando las sábanas y a su lado, otro cuerpo hermoso y rosado de cabellos largos y rubios quedó descubierto también.

Ana se acercó, rozando sus senos abundantes en la espalda femenina, besando su cuello y murmurando «buenos días preciosa» en la oreja nacarada. La otra fue despertando poco a poco mientras sonreía.

Ana se sintió dichosa y besó los labios femeninos. Mientras, en su mente, tejía puntadas ensangrentadas, uniendo la piel asquerosa de aquel hombre a un pedazo de delicada seda.

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