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El poder del «no»…

Toccami
Dai su bruciami la pelle
Toccami
Ancora
Parlami
Una lingua strana
Che solo sia capita
da me.
Toccami – Lara Fabian 

«Tócame», le dijo a modo de ronroneo mientras le clavaba las pupilas dilatadas. Frunció el seño al decirlo, a modo de queja. Estaba tan mojada que no podía más que quejarse. De repente sentía los latidos de su corazón en los pezones, entre las piernas…

Él sonrió con el brillo de quien recordó un detalle importante y se acercó a su cuello. Le pasó la lengua húmeda por detrás de la oreja y le mordisqueó el lóbulo.

«No», le susurró y se alejó solo lo justo para ver el fuego en sus ojos.

Ella suspiró y abrió la boca para emitir una queja pero se le atoraron las ganas en la garganta. Musitó una súplica que él no pudo comprender en sonidos pero le vio estremecer el cuerpo frágil y tembloroso. Entonces se supo en total y absoluto control y se dispuso a ser «malo», como le había escuchado decir que le encantaba que fuera.

«¿Ve estos dedos?» Le dijo, haciendo movimientos sensuales que le evocaban a ella sensaciones en el medio de su humedad. «Estos dedos podrían estar dentro de su boca ahora, porque me los quiere chupar, ¿cierto?» No esperó respuesta. «Podrían estar bien mojados de su saliva ahora mismo pero no le voy a tocar.»

Ella se apartó el pelo de la cara y del cuello. Su piel comenzaba a brillar con una capa tenue de sudor. Tragó en seco sin dejar de mirarlo a los ojos, expectante.

«También podrían estar ahí, bajo su blusa, apretando ese pezón que puedo ver, duro, ahora mismo.»

Ella gimió suavemente, aferrándose al asiento.

«Podrían mis dedos apartar su vestido suavemente y caminar por sus muslos, separarlos de un tirón y dejarlos entrar, uno… dos… tres dentro de su sexo mojado, hasta ver la luz escapar de sus ojos.»

Ella se dejó caer contra su pecho, sollozando bajito y dejó su propia mano hurgar entre sus piernas mientras él la abrazaba y le acariciaba el pelo.

«¿Mi niña no pudo aguantar más? ¿Se va a tocar ella misma? Niña mala. Sabe que esta desobediencia le va a costar caro. Mientras más se goce ahora, más tiempo le daré de castigo. ¿Están ricos esos deditos en su clítoris, mi niña loca?» Le susurró, sin dejar de entrelazar los dedos en su melena suelta.

Ella asintió, con sutiles interjecciones a cada pregunta, sin dejar de mover sus nalgas en el asiento y sus dedos en su clítoris.

«¿Por qué se esconde, mi niña? ¿Por qué esconde la carita en mi pecho? ¿Le da vergüenza? Sabe que lo que está haciendo está prohibido.»

Comenzó a apretar la boca contra su pecho, mojando su camisa con saliva y acallando los gemidos.

«Niña hermosa, debe terminar ya. Démelo ya. No puede hacer esto aquí. No puede hacer esto ahora, mi niña.»

Se abrazó más fuerte a su pecho y le mordió el pectoral, sin hacerle daño, pero lo suficientemente apretado para acallar un grito. Se estremeció varias veces. Él la abrazó con fuerza y la consoló al oído.

«Calma ya, niña mía. Todo está bien.»

Ella levantó la cara de su pecho, sus labios rojos de sangre, sus ojos llenos de lágrimas, su frente sudada. Él le miró con ternura y le besó ambos ojos mientras la abrazaba por el cuello. Ella, inmóvil y se le había escapado la luz de los ojos.

«¿Está bien mi niña?» Le preguntó, sin dejar de mirarla. Ella asintió con la cabeza. «Ok.» Dijo él y posó los ojos en el camarero que esperaba atento desde que le había hecho seña.

«Traiga un vaso de agua para la señorita, por favor.»

El camarero desapareció entre las mesas, mientras el murmullo intenso del restaurant lleno fluía alrededor de él y su niña satisfecha.

Ella sacó la mano de entre sus piernas y le mostró los dedos rojos y viscosos a él antes de ponerlos en su propia boca. Los saboreó con detenimiento y al sacarlos estaban limpios de nuevo. Un poco de sangre había manchado la comisura de su boca. Él la besó con ansias, hasta dejarla limpia.

El camarero le ofreció una copa de vino.

«No, gracias. No quiero arruinar el sabor que me ha quedado en la boca.»


Imprevistos…

Existe entre nosotros algo mejor que un amor: una complicidad.
Marguerite Yourcenar

Habían planeado aquella salida con dos semanas de antelación. Él era el tipo de hombre que intentaba contabilizar, racionalmente, cada minuto de su vida. Y digo «intentaba» porque la Magia que lo rodeaba no reparaba en lo que él quisiera cumplir o terminar o lograr en cualquier día dado. No. La Magia que habitaba en él era una Magia atolondrada, irritantemente desorganizada e inoportuna. Era la que causaba aquellos aguaceros torrenciales donde quiera que él estuviera cuando le dolía el corazón en el pecho y no se permitía llorar. Esa misma era la que hacía florecer los cerezos en cualquier época del año también, cada vez que sus labios la besaban.

Ella amaba sus besos y amaba también que se le llenara el pelo de pétalos cuando él la tomaba de la mano. Por eso no se quejaba de la parte majadera de la Magia que venía con él. Por esa razón, faltando una hora para la cita que él se había empecinado en concertar, siempre incapaz de retirarse de una pelea contra su Magia, ella yacía en el sofá, hojeando, desenfadadamente, el libro de turno, sin el más mínimo apuro, sin un ápice de urgencia. Él, ansioso y controlador, caminaba del cuarto a la cocina, sin saber si comerse un bocado o ponerse la camisa. Ella de pronto se salía de la historia de su libro y lo observaba por encima de las letras, divertida y enamorada.

«Vamos a llegar tarde, ¿por qué no te vas vistiendo, cosita?» le reclamaba, siempre amoroso y dulce, pero con ojos de loco. «Ya voy, amor, aún hay tiempo», le respondía ella con certeza de bruja, pasando la página. Esa certeza de bruja era la que la mantenía siempre serena, calmada, aguda e insoportablemente lúcida. Él amaba esas cualidades de ella pero la resentía un poquito cuando las usaba en su contra. Entonces la besaba con mordidas dolorosas y en esos momentos todos los rosales cercanos se llenaban de espinas.

Ya habían pasado quince minutos y él seguía sin comer, aunque ya había preparado una merienda, pero se había distraído con un mensaje de un amigo y aún buscaba una camisa. «Amorcito, vamos a estar tarde y sabes que no me gusta estar tarde», volvió a reclamarle, acercándose y besando su tobillo, de rodillas. «¿Ya comiste? ¿Qué camisa te vas a poner?» respondió ella, acariciando su mano pero sin dejar de leer.

Esa parsimonia de ella lo incomodaba. Ese desdén por la inmediatez, por el leve y casi imperceptible control que él intentaba ejercer sobre ella en esos momentos  de urgencia, lo hacían sentir impotente. En esos momentos sentía que ella retaba su autoridad un poco. También lo mortificaba la actitud impertérrita de su mujer cuando él quería ser complacido con sus mañas y necesitaba que ella fuera su aliada contra la Magia y su irreverencia. Pero ella no le hacía caso ni a él ni a la Magia y seguía existiendo, allá, en aquella galaxia a la que se le escabullía de pronto cuando leía. Y eso era lo que más rabioso lo ponía: el no poder agarrarla del pelo, como a él le gustaba, y fijar su cara para que no pudiera evitar mirarlo a los ojos mientras le comía la boca. En esos momentos sabía que todo su encanto no le funcionaría para retenerla porque cuando ella arrancaba por el trillo, no volvía hasta que le daba la gana. Y le molestaba no poder poseerla absolutamente en todas y cada una de las bocanadas de aire que ella tomaba. Le aterraba la idea de que era suya, pero solo cuando ella quería dársele.

Pero, testarudo al fin, no se dejaba amilanar por la Magia ni por su mujer y a ella también intentaba adivinarla, persuadirla. «Ven acá, dame un beso con lengua», le decía entonces, mientras le quitaba el libro de las manos y se inclinaba sobre su rostro impenetrable aunque dulce. Ella cedía entonces, más por piedad que por otra cosa. Lo compadecía porque sabía que la Magia lo torturaba bastante y no le daba tregua. Entonces volvía y se metía por sus pupilas y correteaba hasta llegar a un columpio en el medio de su corazón donde se balanceaba, riendo a carcajadas. Y se dejaba besar mucho, se dejaba besar todo lo que él necesitara besarla. Se dejaba besar hasta que él se sentía de nuevo en control, empoderado, dueño de la situación. Se dejaba porque amaba ser besada por él y porque sabía que él amaba besarla. Se dejaba besar porque sabía que besándola, él se fortalecía y era feliz. Y ella también era feliz cuando él la besaba.

Ya habían consumido media hora y ella, ya dispuesta a curarle la angustia a él, se levantó del sofá y tomándolo de la mano lo llevó al armario. «Ésta porque cuando te la pones enseguida quiero arrancártela con los dientes», él sonrió con ojos de fiera. Ella la sacó del perchero y se la dio, con instrucciones explícitas en el gesto para que se la pusiera de inmediato. Él obedeció. Entonces ella comenzó a abrochar los botones, mirándolo a los ojos. Comunicándose con él sin hablar. Transmitiéndole esa calma milenaria que le habían heredado las mujeres de su familia, generación tras generación. Él se dejó calmar con la sabia de aquellos ojos grandes donde había naufragado una noche de tormenta y de donde no quiso ser rescatado jamás. Ella depositó un beso tierno en su barbilla mientras abrochaba el último botón.

Lo volvió a tomar de la mano y lo llevó a la mesa de comedor y él se sentó sin que tuviera que indicárselo esta vez. Ella le trajo la merienda y le puso el primer bocado en la boca. Con una sonrisa le convenció de no levantarse hasta haber terminado. Lo besó en la frente y le mesó el pelo, para luego desaparecer rumbo al cuarto. Quedaban quince minutos para tener que salir. Él no pudo evitar distraerse nuevamente, pero al menos no dejó la mesa hasta que hubo comido. Cuando regresaba de fregar el plato, la vio. Llevaba el pelo suelto y un vestido casual, sandalias, carmín en los labios y en las mejillas. La encontró radiante, hermosa, perfecta. Aún quedaban cinco minutos para salir.

Se le acercó y la abrazó por la cintura, metiendo su cara en la cabellera de ella, en sus senos, para respirarla toda. Ella le echó los brazos al cuello y se dejó reconocer. El teléfono sonó.

Cinco minutos más tarde, ella estaba acostada en el sofá de nuevo, libro en mano, mientras él se preguntaba cómo se le rompían todos los planes y le acariciaba las pantorrillas a su mujer, que lo había besado tiernamente cuando le dijo que se cancelaban los planes, sin el más mínimo asombro, porque sabía que la Magia iba a derrotar a su hombre amado, como siempre lo hacía. Entonces le atrajo hacia sí con su pie, porque sabía que él necesitaba una victoria en aquel momento. «Hazme el amor, ven», porque cuando hacían el amor él brotaba de sus cenizas y era feliz y ella también era feliz porque hacer el amor con él era la galaxia a donde siempre prefería escaparse y se les llenaba la casa de luz y de brisas de verano. Y el amor nunca lo planeaban, nunca, y eso sí era mágico.


Desnuda…

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Puedes venir desnuda a mi fiesta de amor. Yo te vestiré de caricias.

Hexaedro Rosa V – Ruben Martinez Villena

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III

Dolores atrajo hacia sí a Richard, que hasta ese momento había estado arrodillado a sus pies besando sus manos, y le susurró algo al oído, para luego besarlo en la mejilla. Richard se arrodilló de nuevo, muy sonrojado y, metiendo sus manos hábiles por debajo del vestido escarlata, comenzó a quitarle los botines. George se quitó la chaqueta y el chaleco y siguió besando el cuello y los hombros de dolores mientras ella sonreía y gemía de a ratos. Richard la desembarazó de las medias y comenzó a besar sus pies desnudos, centímetro a centímetro.

Alex apretó la copa de vino con fuerza y apretó los dientes, respirando profundo, pero no se movió del lugar desde donde observaba. Dolores clavó sus ojos negros en los de él mientras George comenzaba a desatar los botones a la espalda de su vestido. Richard seguía besándola toda: los dedos delicados, el empeine, los tobillos, las pantorrillas esbeltas.

George volvió a tomar la iniciativa y la ayudó a levantarse, ofreciéndole su mano. Richard se levantó también y se quedó en mangas de camisa. Dolores estaba ahora de pie, de frente a George que la besó en los labios. Richard siguió desnudándola, pieza por pieza. Primero el vestido rojo, luego el corsé de seda y finalmente el camizón. En este punto, Dolores los detuvo a ambos y caminó hasta Alex, que seguía observando y bebiendo vino. Se detuvo frente a él y con un movimiento preciso aunque delicado, desató las enaguas que cayeron por sus piernas hasta el piso, quedando completamente desnuda delante del hermano mayor.

Alex mantuvo sus ojos en los de ella y sonrió con un poco de amargura. Puso la copa de vino en la cómoda, buscó la mano de Dolores sin bajar la vista y le depositó un beso suave. Al mismo tiempo, ponía la mano en su bolsillo y sacaba un pañuelo de seda. Con un pase rápido la hizo darse la vuelta y le puso el pañuelo en los ojos y se lo amarró en la nuca. Sin hacer pausa la tomó por la espalda y debajo de los muslos y la levantó en vilo. Dolores sintió que se movía en el aire y dejó escapar un gritico. Por un momento perdió el control de la situación y luchó pero el abrazo de Alex era demasiado firme como para poder desembarazarse.

– Tranquila, Lola. No va a pasaros nada que no queráis. ¿Confiáis en mí? – Alex le susurró al oído y le besó el pelo. Ella se abrazó a su cuello y se dejó llevar.

Alex la depositó en el lecho blanco, con delicadeza. Dolores intentó destaparse los ojos pero Alex se lo prohibió con su mano. La atrajo hacia sí y situó las manos delicadas de la mujer en su solapa, indicándole, instintivamente, que comenzara a desvestirlo. Dolores no titubeó. Su esposo era un ángel, como ella les había confesado, pero no les dijo que en materias de sexo era muy conservador. En 3 años de matrimonio, nunca se vieron desnudos. Lo más audaz que pudo hacer fue desvestirlo en total oscuridad, palpando cada parte de su cuerpo. Ella nunca había estado desnuda en presencia de ningún hombre hasta ese momento.

Alex se dedicó a contemplar el cuerpo desnudo de la mujer mientras ella quitaba cada pieza con habilidad y destreza. Tenía el cabello abundante y frondoso y olía a frutas. Su cuello era delicado y desembocaba en los brazos delicados y femeninos. Su cintura era estrecha y sus caderas amplias, los muslos torneados, las nalgas redondas. Sus senos eran perfectos. Se detuvo un poco en las aureolas trigueñas y memorizó la curva provocativa del pezón a la costilla. No pudo resistir rozarla con el dedo. Ella se sobresaltó, no lo esperaba. Se mordió el labio y prosiguió abriendo los botones de la blanca camisa.

El ombligo marcaba el comienzo de su área más privada y justo allí comenzaba un surco de vellos delicados que bajaban y se perdían en el monte de venus negro, tupido y suave, donde se formaba un triángulo perfecto, divino. Era una mujer exquisita de pies a cabeza.

… continuará.


The Lady in Red…

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I’ve never seen you looking so gorgeous as you did tonight
I’ve never seen you shine so bright, you were amazing
I’ve never seen so many people want to be there by your side
And when you turned to me and smiled, it took my breath away (…)

The Lady in Red – Chris De Burgh

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II

Era evidente que George era un casanova y esta no era la primera vez que se encontraba en esta situación. Los ojos de Richard brillaban y Dolores comprendió que, tal vez teniendo menos experiencia que sus hermanos, su imaginación no tenía límites, además, su gran conocimiento de la anatomía humana lo ayudaba a no estar en desventaja junto a sus hermanos.

Alex era un misterio. Su formación militar lo hacía parecer indescifrable. Dolores intuía que no había nada que aquel hombre no hubiese experimentado ya en su vida. Sus ojos reflejaban los incontables horrores que había presenciado pero también una agudeza increíble para comprender los azares de la vida. La incertidumbre la hacía sentirse aún más intrigada.

– Ricardo – le dijo, haciéndole una seña con la mano para que se acercara. – Todos me llaman Lola, ¿os gusta? – se quitó los guantes y acarició la mejilla del muchacho que tragó en seco.

– Mucho, mi señora – dijo él y besó el la palma de su mano.

– Lola, me encantaría veros sin la máscara – dijo George, evidentemente más atrevido y sin un  ápice de vergüenza. Ella asintió y le brindó su otra mano a Richard que continuó besándoselas con ternura. George se situó a su espalda y comenzó a desatar las cintas de seda que mantenían la máscara en su sitio. Cuando hubo terminado, tomó la delicada pieza con sus manos y dejó el rostro de Dolores al descubierto.

Era incluso más bella de lo que habían imaginado. Sus ojos almendrados brillaban, serenos e inteligentes. Sus cejas negras y tupidas complementaban la frente amplia. La nariz respingona y desafiante terminaba en un huequito adorable sobre su labio superior.

Alex se sirvió una copa de vino mientras los observaba, recostado a la cómoda. Su mirada se volvió más seria y atenta cuando George comenzó a deshacer los bucles y el cabello de Dolores comenzó a caer en cascada sobre sus hombros. Alex vio como las pupilas de ella se dilataron cuando George apartó la cabellera y depositó un beso suave en su cuello y sus propios ojos brillaron cuando a ella se le escapó un gemido suave.

… continuará.


Crímen…

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«¿Cómo me ve él?», se preguntó. Se levantó y colocó un largo espejo junto a la ventana. Lo puso de pie, apoyándolo en una silla. Luego, mirándolo, se sentó frente a él, sobre la alfombra, y abrió lentamente las piernas. La vista resultaba encantadora.»
Mathilde – Anäis Nin
Poderosas imágenes rondaban su cabeza. Se sorprendía a cada rato, perdido en ellas.
Las pupilas, dilatadas, los ojos sin pestañear. Las manos que no tiemblan, suaves al tacto siempre. Los dientecitos, deliciosamente dolorosos en la piel y los labios carnosos alrededor de estos. La saliva líquida en el pequeño hematoma. No dejaba de pensar en la calidez y el sabor de aquella saliva en su piel. El abrazo tierno, la negativa, el recuerdo de una bragas muy mojadas y él soñando con el olor de esa miel. Los besos tenues y húmedos en el cuello de gacela. El temblor de su voz y los jadeos, gemidos que querían decir «no». La silueta semidesnuda al sol. Las caderas como olas, la cintura estrecha, los muslos de diosa. Las nalgas de potra y las piernas fuertes de andar en tacones. El pelo en los ojos, los labios rojos, el aroma a mujer.
Toda ella era símbolo de tortura. Cada palabra le dolía en las sienes. Cada roce le dolía en la ingle. Solamente podría deshacerse del suplicio si le quitaba la vida y así lo hizo.
Un día, ya loco de furia, la tomó del brazo y la apretó con fuerza. La retuvo con sus brazos de titán y la subyugó hasta que no pudo moverse. Así, reducida a nada, apretó sus labios a los de ella y la besó por primera y última vez, mientras cerraba sus dedos largos en torno al cuello de cervatillo. Ella se retorció con todas sus fuerzas y él le clavó los dientes en los labios hasta hacerla sangrar. Los gritos se fueron sofocando y convirtiendo en jadeos guturales, hasta que el sonido de huesos rompiéndose y el peso de ella en sus brazos le confirmaron que estaba muerta.
Cuando la depositó en el suelo se dio cuenta de que había eyaculado pero aún estaba muy excitado. Le rompió el vestido y hurgó entre sus muslos, aún calientes. Estaba húmeda. La penetró con furia hasta que no pudo más y tuvo otro orgasmo. Dejó caer el peso de su cuerpo sobre el cadáver de la mujer que amaba y acababa de asesinar. Comenzó a sollozar como un niño y por fin entendió que hay amores que mueren y hay amores que matan.

«Puta»

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Hace falta que te diga
que me muero por tener algo contigo
Es que no te has dado cuenta
de lo mucho que me cuesta ser tu amigo
Ya no puedo continuar espiando
dia y noche tu llegar adivinando
Ya no se con que inocente excusa
pasar por tu casa
Ya me quedan tan pocos caminos
y aunque pueda parecerte un desatino
no quisiera yo morirme sin tener
algo contigo.

Algo contigo – Chico Novarro

– «Puta», le dijo al oído y le metió la lengua. Ella frunció en ceño un poco. «¿No te gusta que te diga puta?» Ella sonrió y siguió moviendo las caderas contra los muslos de él.

Siempre las ponía en cuatro y a todas las llamaba «puta» mientras las penetraba profundamente. Las respuestas eran disímiles, coloridas. Todo dependía de la mujer en cuestión. Algunas se ofendían y se revelaban, entonces tenía que amordazarlas y decirles «eres puta y bien, muévete!» Otras reían maliciosamente. Alguna se volvía loca con la palabra y él lo disfrutaba.

Lo que ninguna sabía era que «puta» era el nombre de la mujer a la que en su mente se devoraba cada noche en la piel de aquellas que recibían las cuatro letras zoquetas, pronunciadas con saña y rencor.

«Puta» era la que no podía poseer y se volvió un ritual el tenerla en la carne de todas las demás. «Puta» era la que le viraba el mundo al revés con palabras cínicas e hirientes, pero lúcidas. «Puta» era la que le provocaba erecciones sorpresivas e incontrolables con su aroma de frutas. «Puta» era la que adivinaba todo lo que estaba pensando y se lo recitaba para restregarle en la cara que era dueña de su mente y no podría sacarla ni aunque quisiera.

Y mientras él asía unos cabellos rubios y susurraba el «puta» de siempre, Ella sorbía un café y se leía un libro en la tranquilidad de su cuarto, sin apenas sospechar que un hombre, en alguna lugar del mundo, la volvía eterna con una palabra.


Provocar lo prohibido…

Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia. 
Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso! 
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue, 
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.

Poema 1 – Pablo Neruda

Cuando la conoció le pareció una mujercita normal, medio aniñada, nada del otro mundo. Su hermano le había comentado lo muy enamorado que estaba y lo inteligente que era ella. No habían hablado mucho. Él solo estaba parando en la casa de ellos por una temporada, luego de su divorcio había quedado mal parado y tenía que arreglar algunas cosas antes de irse a vivir solo nuevamente.

Ella lo acogió como si fuera su hermano propio de hecho, lo mimaba bastante. Cocinaba lo que le gustaba, le llevaba el desayuno a la cama, le tenía siempre la ropa limpia y planchada. Su hermano llegó incluso a decirle en broma que le estaba robando la mujer. Todos rieron a carcajadas. Nada cambió, ¿o si?

Una noche llegó del trabajo y la casa estaba desierta, o eso pensó él. Se sirvió una copa de vino y se sentó a ver la televisión por un rato. Bebió varias, hasta que se mareó un poco y se dispuso a ir a la cama. Se sentía nostálgico, extrañaba a su mujer. Odiaba a la muy puta pero igual la extrañaba. Tenía deseos de agarrarla del pelo y cogerla de pie contra una pared como a la zorra que era.

Tal vez fue el vino o sus pensamientos que se hicieron muy reales pero sintió un sonido, una sonrisa, un gemido. Se exaltó un poco. Para él, la casa estaba vacía. Caminó por el pasillo que daba a su cuarto y vio la puerta del final entreabierta. Una tenue luz de velas alumbraba en el fondo.

Estando cuerdo jamás habría entrado en el cuarto de su hermano pero estaba medio borracho y realmente aún no sabe por qué lo hizo. Sigilosamente abrió la puerta, sin ruido. Caminó de puntillas y vio que no había nadie. La luz venía del baño. Escuchó gorgoteos y chapoleteos de agua. En ese momento fue consciente de que su cuñada estaba en casa, probablemente dándose un baño en la tina.

Se detuvo y dudó por un momento. ¿Qué estaba haciendo? Aquella era la mujer de su hermano. ¿Qué buscaba encontrar si se asomaba a la puerta del baño? Dio un paso atrás y otro. Al tercer paso ella gimió, más alto, más lento, más provocativamente. Él volvió a acercarse.

El baño solamente estaba iluminado por dos o tres velas puestas en la bañera. Su ropa estaba regada por el suelo, la tanga blanca justo al lado, evidencia lo último que se quitó antes de entrar al agua.

Y allí yacía ella, desnuda como diosa del amor. El pelo suelto y mojado le chorreaba por la frente sudada y los hombros. El agua no tenía espuma y le daba por la cintura. Sus senos redondos y erguidos se notaban recios, erectos y temblorosos. Una pierna musculosa y contraída caía por el lado de la bañera y sus dos manos se perdían entre sus muslos. Se acariciaba el sexo y convulsionaba de placer ante sus ojos atónitos.

Las mujeres son muy cabronas para dejarse ver mientras se masturban. A su esposa nunca la había visto, a pesar de haber convivido juntos por años.

Se dedicó a vacilar la escena, degustando cada movimiento de sus caderas, cada contracción de sus brazos al meterse sabe dios cuántos dedos en su maldita vagina de reina. Disfrutó de su boca, entreabierta por ratos y cerrada con fuerza a veces. Su lengua roja y brillante humectando los labios carnosos, pecadores, prohibidos.

La respiración se le hizo convulsa, nerviosa, trabajosa y llegó al orgasmo con un adorable desorden de agua y cabellos y sudor por doquier. Las mejillas se le tornaron rojas y esbozó una sonrisa de hembra complacida que hacía mucho tiempo que no veía. Echó la cabeza hacia atrás, se mesó las tetas y metió la pierna en el agua, suspirando y recuperando el aliento.

Él estaba mudo, detenido en el tiempo, envuelto en el aroma de las sales y el perfume de ella que manaba, salvaje por la habitación. Sentía su erección formidable apretada en el pantalón y la cabeza aún le daba un poco de vueltas por el vino.

Quería ir hacia ella, levantarla de los brazos, estrechar su cuerpo perfecto y mojado contra su miembro duro, dolorido y frotarse contra ella hasta explotar de placer y llenarla de su semen caliente. Quería besarle esos labios de putica y mordérselos hasta oírla lloriquear de dolor y placer. Sintió una necesidad imperiosa, instintiva y animal de reproducirse con aquella bestia hermosa que yacía a unos escasos metros de él y su gran deseo de follarla. Gruñó.

Al volver de sus ensoñaciones, los ojos negros y penetrantes de ella estaban clavados en él, no con miedo ni con susto, no con pudor. Lo miraba con un descaro impertinente, morboso. Su boca no decía nada pero sus ojos sonreían con saña. Él se sobresaltó, dio la vuelta en el lugar y salió corriendo para encerrarse en su cuarto.

Entró en el cuarto y cerró la puerta detrás de si. Maldijo, se sintió estúpido. No era como si lo persiguiera un demonio y pudiera esconderse debajo de la cama. La puerta la protegía a ella de él y sus ganas de poseerla. ¿¡Pero qué mierda estaba pensando!? Esa era la mujer de su hermano, lo había visto espiándola como un sucio criminal mientras ella… mientras se masturbaba de la forma más deliciosa que había visto en su vida. ¡Concéntrate, carajo! ¡¿Qué has hecho?!

Se mesó los cabellos como loco. Caminó de un lado al otro de la habitación por un rato, cavilando si era pertinente ir a disculparse. Podría inventarle una historia, decirle que sintió un ruido y entró por error. Podía decirle que no vio nada, pedir perdón. Pero ella lo vio, lo miró con aquellos ojos de gata. No sabía quién acechaba a quien. ¡Qué mujercita, mierda, mierda!

Se quitó la ropa y entró a la ducha. Abrió el agua, fría. Gritó al contacto helado. Aún conservaba la erección. Le dolían el cerebro y el pene. Le dolía la moral. Qué iría a pensar ella. Seguro estaba asqueada. Se sentía despreciables, bajo. El vino, seguro que fue el vino. Y claro, el tiempo que hacía que había tenido sexo por última vez. Fue con su ex mujer y fue una porquería. Fue lo mismo de siempre.

La despertó en medio de la noche, ella gruñó. Él se mojó el glande con saliva y la invistió sin aviso, sin pasión. Fue simplemente un polvo de desesperación para soltar un poco de leche y nada más. Ella no se movió, no protestó siquiera. Al terminar se echó bocabajo, se tapó la cabeza con las sabanas y lo ignoró como a un perro. Él se quedó más vacío que antes de hacerlo y sintió asco de su propia vida. A la semana estaban divorciándose.

Luego de aquello no había tenido sesos para seducir a ninguna mujer. Había salido a bares con compañeros del trabajo pero era como si sus años de matrimonio mal llevado le hubieran roto la capacidad de socializar con mujeres. No había logrado pasar de comprarle un trago a alguna chica que no le decía que no por lástima. Se lo veía en los ojos a todas. Tenía 39 años, estaba recién divorciado, no tenía hijos, casa, ni siquiera un perro y no sabía ligar. No podía estar más jodido.

Y entonces aparecía este súcubo maldito con sus piernas abiertas y su vagina llena de dedos y se le había volcado el mundo en un instante. Pero bueno, la vas a culpar ahora. Tampoco es que te llamó para que la vieras tocarse. Tú entraste en su cuarto a espiarla, borracho de mierda. Pero ella sabe que la viste y no tuvo la decencia de taparse al menos. Es como si hubiera disfrutado que la miraras. Es como si te estuviera llamando con los ojos. Como si deseara que la hicieras tuya allí, en la bañera. Te desea…

El agua seguía congelada pero su erección no se iba. Se sintió abochornado cuando decidió masturbarse pensando en la mujer de su hermano. Se apoyó en la pared con un brazo, recostó la cabeza y se llenó la mano de saliva. Se frotó el glande con firmeza, mientras intentaba pensar en cualquier sex symbol de revista. Se apretó con más fuerza y en su mente aparecieron los pezones turgentes de ella. Se le llenó la boca de saliva al imaginar el sabor de sus tetas. Moras salvajes y chocolate negro. Se mojó más la mano y arremetió con fuerza.

Se estuvo masturbando por lo que parecieron horas bajo el agua fría. Se arrodilló y cerró los ojos, imaginándosela en todas las posiciones. Rememoró su aroma caribeño y maldito. La asió de las crines en su fantasía y la cabalgó con furia hasta que ya no pudo más y eyaculó. No tuvo un orgasmo. Es como si dios lo castigara por ser tan vil. Se quedó sin fuerzas pero con más ganas que antes de tocarse.

Se acostó llorando.


La insoportable levedad del ser…

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El hombre nunca puede saber qué debe querer, porque vive sólo una vida y no tiene modo de compararla con sus vidas precedentes ni enmendarla en sus vidas posteriores.

Milan Kundera

Se fumó el último cigarrillo antes de subir al bus que lo llevaría a su casa, luego de una larga jornada de trabajo. Se sentó en el último asiento de la derecha, junto a la ventana. Tenía sueño, estaba cansado. No había dormido nada pensando en su humillación de aquella madrugada.

Hacía más de un año que quería follársela pero el tiempo, la distancia y el karma de casanova sin remedio se la ponían difícil. Era un admirador semi-secreto de su trabajo y no se perdía nada de lo que ella hacía. El invierno no era tan helado cuando ella aparecía pero las últimas nieves no habían sido disipadas con su cálido toque esta vez. Debía admitirlo: la extrañaba. Llevaba días pensándola cuando de pronto le entró un mensaje.

«Te espero», decía. O algo así. Se puso tan frenético que trastocó la hora y el lugar y solo porque ella era un poco bruja y le dejó algunos hilos tendidos logró llegarle a tiempo, con santo y seña incluidos y finalmente coincidieron en espacio y tiempo. Era tarde y a la mañana siguiente trabajaba temprano pero su espíritu exaltado y su ego de viejo cazador le decían que aquella moza de morros rojos no iba a sacarle un susto a él; no aquella noche de aullarle a la luna.

Sin mucho preámbulo ni parafernalia fetichista se le descubrió diosa y señora, azucarada y aguda, como siempre, solo cubierta con unas bragas de rayas jorobadas. Los pezones del color de las moras salvajes, erectos, desafiantes y acusadores, redonditos y tiernos, tan nuevos le dolieron en las pupilas. La melena se le escurría, irreverente y coqueta por los hombros de canela. Los labios entreabiertos le susurraron «tócate» al oído con un vaho dulzón de cerezas que le llegó al alma, lo zarandeó, lo subió a la azotea y lo arrastró por el suelo, a sus pies.

Él se despojó de sus prendas sin dejar de mirarla. ¿Cómo hacerlo? Era como una aparición, un jeroglífico, un volcán en erupción manando delante de sus ojos y el aire era tan denso que no podía respirar sin doblarse. Se sentó a la orilla de la cama y ella se acostó a su lado. Él se escupió la palma de la diestra y se acarició el miembro. Ella subió un brazo por encima de la cabeza y el seno se tensó, redondeándose más. La otra mano llevó un dedo a su boca mientras le guiñaba un ojo. Él intentó agarrarle la pierna con la mano desocupada pero ella la separó, abriéndose como un compás y cerrándolas de nuevo. «A mí no». Él musitó un «puta» entre dientes y ella gimió.

No podía creer que tuviera a aquella princesa persa, a aquel ángel caído al alcance de un cuerpo y que estuviera pajeándose, tristemente y a sus órdenes pero no pudo detenerse. «Al menos quítate las bragas», suplicó. Ella dijo no con el dedo ensalivado que sacó de su boca y echó la cabeza hacia atrás, riendo. Los ojos de él se clavaron en el hoyo de su cuello y quiso follarla por allí mismo, entre sus huesudas clavículas, sin piedad. Se mordió los labios y sin moverse de su mustia esquina de la cama sintió el calor de la piel felina en la punta de su glande hinchado. Y así siguió, sobando su pene por cada parte del cuerpo vibrante que se le resistía a pataditas, lubricado con sus propios fluidos seminales que manaban; agonizante.

«Tienes 5 minutos para venirte», le ordenó la Afrodita de hielo ardiente al otro lado del colchón. «No soy de los que se dejan dar órdenes», dijo él deteniéndose. «No podemos parar el tiempo ahora y te quiero líquido», suavizó ella pero sin dejar de presionarle el muslo con los dedos de su pie, la única parte de su cuerpo a la que le daba un mínimo acceso. «Ayúdame», volvió a suplicar él con ojos de condenado a muerte. Ella le reviró los ojos y le dio una mueca de desdén que le latió en el escroto pero reanudó el masaje. Ya era demasiado tarde para retirarse, ya estaba diluido y las sábanas se manchaban de su sudor vejado.

«Imagina que mi ombligo es mi coño y que te dejo lamerme toda», dijo ella trayendo sus dedos empapados hasta el vientre. Comenzó a acariciar los bordes y a respirar entrecortadamente. Él se clavó en su bósforo abrupto y bordeado de vellitos erizados con ojos y falo. Se apretó más fuerte y se rastrilló con demencia. Ella siguió masturbando su ombligo con dos dedos y el meneo de sus nalgas en el colchón lo terminó de volver loco de deseos y al primer gemido de ella se le abalanzó al cuello, sin dejar de tocarse. La agarró a mordidas y chupetes y le atrapó la boca, besándole hasta el apellido. Ella lo asió de los hombros y lo apartó suavemente pero con suficiente firmeza como para hacerlo retroceder. «Báñame con tu lluvia de hijos», le dijo e hincó los codos en la cama, flexionando el abdomen para dejar un camino directo desde el cuello hasta el vientre.

Y no pudo más, se le escapó la vida en dos o tres gatillazos convulsos y rápidos. El primer chorro de semen le bañó el cuello y las tetas. Rasgó su garganta un aullido de lobo estepario y se llevó el prepucio completamente hacia atrás para recoger las últimas gotas acumuladas en la uretra y, aún temblando, dejó caer lo que le quedaba de hombre justo encima del obligo. Se dejó caer, demoledoramente vencido. La gravedad hizo el resto. El ombligo se llenó del semen acuoso y blanquecino.

Ella soltó una carcajada de placer, de placer triunfal. Él la odió más que nunca.

Se bajó del bus y encendió otro cigarrillo. 15 minutos de viaje le habían parecido eternos. Estaba rabioso y marcó el número en el móvil. Del otro lado una voz conocida le dijo que si y en 4 zancadas subió las escaleras, abrió la puerta de un empujón, le arrancó la bata de dormir a aquella mujer de matar calenturas ajenas y la atrincheró contra la espalda del sofá, en un polvo malagradecido y urgente que lo dejó más jodido que antes.

Y se fue, con su rabo de perro viejo entre las piernas, sabiéndose derrotado por un ombligo y aún preguntándose cuál sería el sabor del coño de un súcubo.

Nunca lo sabría.