De ser posible, leer mientras se escucha la música
En una habitación oscura hay una mesa pequeña y dos sillas. Una luz potente y blanca justo encima de la mesa, se balancea lentamente. Tú, estás de pie detrás de una de las sillas. Vistes un traje gris, zapatos Oxford de dos tonos, pañuelo azul en la solapa, corbata gris, camisa blanca y un sombrero de paño a juego. Yo estoy sentada en la otra silla con las piernas largas y perfectas, enfundadas en medias negras, cruzadas. Llevo el pelo suelto en bucles frondosos, los ojos delineados, los labios rojísimos. Mi vestido es negro, ajustado en el talle, de escote bondadoso al frente, de escote peligroso en la espalda. La falda me cae hasta los tobillos pero se abre en uno de mis muslos, donde la pierna se vuelve cadera. Llevo zapatos de tacón alto y fino, también negros.
En la mesa yace una partida de ajedrez muy reñida, casi tablas. Me echo hacia atrás en la silla, zoqueta y maliciosa y te muestro los dientes en una sonrisa burlona. Me miras de arriba a abajo y ladeas la cabeza. Al fondo suena un bandoneón triste.
– Es evidente que ninguno de los dos va a ganar esta partida, como no hemos ganado ninguna de las anteriores – dices mientras desabotonas tu saco y lo acomodas, prolijamente en el espaldar de la silla. Te acomodas los tirantes, te arremangas la camisa hasta los codos y te encajas el sombrero hasta las cejas, extendiéndome una mano suave, blanca, delgada, como de pianista.
Yo asiento, descruzo las piernas peligrosamente, tomo la mano y me levanto con gracia. Tu me halas con firmeza hacia tu cuerpo y me abrazas por la cintura, bien apretada. Me cuelgo de tu cuello mientras con la mano libre doblas mi rodilla y me sirves de apoyo para levantarme en peso. Giramos.
La música nos penetra y sigues dando vueltas mientras te desplazas por la habitación vacía. La luz nos sigue solo a nosotros. Solo existimos tú y yo, entrelazados en un abrazo estrecho. Mis senos a la altura de tus labios, mi olor inundándote. Te detienes y es como si detuviera el tiempo. Me dejas resbalar por tu cuerpo, mi pelvis por tu abdomen, tu mano en mi muslo. Me frenas nuevamente cuando es mi boca la que descansa frente a la tuya. Jadeas. Yo suspiro.
Me depositas en el suelo y jugamos con las piernas, dibujando figuras abstractas e imposibles. Rozas mis brazos sensualmente, yo acaricio tu cuello con mis dedos. Tus ojos se clavan en los míos, desafiantes. Me alejo de ti, me atrapas por los brazos, te me pegas a la espalda, me abrazas de nuevo. Besas mi cuello a la par de tus dedos acariciando mis pezones duros por encima del vestido. Giro la cabeza y gimo en tu oído.
Me tomas de los hombros y me giras. Apoyo la rodilla en tu muslo y salto. Tú me sujetas por el brazo y la espalda. Mi pierna libre revolotea en el aire. Me empujas por las caderas y ahora mis dos piernas se alzan. Caigo frente a ti en un split perfecto. Me recoges de un tirón y seguimos recorriendo el piso en una batalla de piernas y ojos.
Me levantas, me lanzas, me recoges, me alzas. Me regodeo para ti, coqueta, desafiante. Me buscas, me encuentras, me aprietas, me atraes… me haces tuya en el baile. Te siento rígido en mi vientre cuando me abrazas contra tu pecho. Me sientes húmeda en los muslos cuando me levantas en vilo. Sudamos, jadeamos, perdemos el aliento en una batalla que ninguno de los dos parece poder ganar.
La música sube y se acerca el desenlace. Mi cara roza la tuya, muerdo tu cuello. Me aprietas el culo, yo me vuelvo y lo pego a tu ingle. Caminas detrás mío, me agarras de la cintura, giramos de nuevo en una figura indescriptible y al fin me sueltas.
Caigo en la silla, cansada. Tu también te sientas con la camisa desencajada y el pelo sudado. Te miro con la misma burla de antes, soplo un beso rojo y mojado en tu dirección y te susurro:
– Ni modo, tendremos que seguir jugando.