Hace falta que te diga que me muero por tener algo contigo Es que no te has dado cuenta de lo mucho que me cuesta ser tu amigo Ya no puedo continuar espiando dia y noche tu llegar adivinando Ya no se con que inocente excusa pasar por tu casa Ya me quedan tan pocos caminos y aunque pueda parecerte un desatino no quisiera yo morirme sin tener algo contigo.
Algo contigo – Chico Novarro
– «Puta», le dijo al oído y le metió la lengua. Ella frunció en ceño un poco. «¿No te gusta que te diga puta?» Ella sonrió y siguió moviendo las caderas contra los muslos de él.
Siempre las ponía en cuatro y a todas las llamaba «puta» mientras las penetraba profundamente. Las respuestas eran disímiles, coloridas. Todo dependía de la mujer en cuestión. Algunas se ofendían y se revelaban, entonces tenía que amordazarlas y decirles «eres puta y bien, muévete!» Otras reían maliciosamente. Alguna se volvía loca con la palabra y él lo disfrutaba.
Lo que ninguna sabía era que «puta» era el nombre de la mujer a la que en su mente se devoraba cada noche en la piel de aquellas que recibían las cuatro letras zoquetas, pronunciadas con saña y rencor.
«Puta» era la que no podía poseer y se volvió un ritual el tenerla en la carne de todas las demás. «Puta» era la que le viraba el mundo al revés con palabras cínicas e hirientes, pero lúcidas. «Puta» era la que le provocaba erecciones sorpresivas e incontrolables con su aroma de frutas. «Puta» era la que adivinaba todo lo que estaba pensando y se lo recitaba para restregarle en la cara que era dueña de su mente y no podría sacarla ni aunque quisiera.
Y mientras él asía unos cabellos rubios y susurraba el «puta» de siempre, Ella sorbía un café y se leía un libro en la tranquilidad de su cuarto, sin apenas sospechar que un hombre, en alguna lugar del mundo, la volvía eterna con una palabra.
De ser posible, leer mientras se escucha la música
En una habitación oscura hay una mesa pequeña y dos sillas. Una luz potente y blanca justo encima de la mesa, se balancea lentamente. Tú, estás de pie detrás de una de las sillas. Vistes un traje gris, zapatos Oxford de dos tonos, pañuelo azul en la solapa, corbata gris, camisa blanca y un sombrero de paño a juego. Yo estoy sentada en la otra silla con las piernas largas y perfectas, enfundadas en medias negras, cruzadas. Llevo el pelo suelto en bucles frondosos, los ojos delineados, los labios rojísimos. Mi vestido es negro, ajustado en el talle, de escote bondadoso al frente, de escote peligroso en la espalda. La falda me cae hasta los tobillos pero se abre en uno de mis muslos, donde la pierna se vuelve cadera. Llevo zapatos de tacón alto y fino, también negros.
En la mesa yace una partida de ajedrez muy reñida, casi tablas. Me echo hacia atrás en la silla, zoqueta y maliciosa y te muestro los dientes en una sonrisa burlona. Me miras de arriba a abajo y ladeas la cabeza. Al fondo suena un bandoneón triste.
– Es evidente que ninguno de los dos va a ganar esta partida, como no hemos ganado ninguna de las anteriores – dices mientras desabotonas tu saco y lo acomodas, prolijamente en el espaldar de la silla. Te acomodas los tirantes, te arremangas la camisa hasta los codos y te encajas el sombrero hasta las cejas, extendiéndome una mano suave, blanca, delgada, como de pianista.
Yo asiento, descruzo las piernas peligrosamente, tomo la mano y me levanto con gracia. Tu me halas con firmeza hacia tu cuerpo y me abrazas por la cintura, bien apretada. Me cuelgo de tu cuello mientras con la mano libre doblas mi rodilla y me sirves de apoyo para levantarme en peso. Giramos.
La música nos penetra y sigues dando vueltas mientras te desplazas por la habitación vacía. La luz nos sigue solo a nosotros. Solo existimos tú y yo, entrelazados en un abrazo estrecho. Mis senos a la altura de tus labios, mi olor inundándote. Te detienes y es como si detuviera el tiempo. Me dejas resbalar por tu cuerpo, mi pelvis por tu abdomen, tu mano en mi muslo. Me frenas nuevamente cuando es mi boca la que descansa frente a la tuya. Jadeas. Yo suspiro.
Me depositas en el suelo y jugamos con las piernas, dibujando figuras abstractas e imposibles. Rozas mis brazos sensualmente, yo acaricio tu cuello con mis dedos. Tus ojos se clavan en los míos, desafiantes. Me alejo de ti, me atrapas por los brazos, te me pegas a la espalda, me abrazas de nuevo. Besas mi cuello a la par de tus dedos acariciando mis pezones duros por encima del vestido. Giro la cabeza y gimo en tu oído.
Me tomas de los hombros y me giras. Apoyo la rodilla en tu muslo y salto. Tú me sujetas por el brazo y la espalda. Mi pierna libre revolotea en el aire. Me empujas por las caderas y ahora mis dos piernas se alzan. Caigo frente a ti en un split perfecto. Me recoges de un tirón y seguimos recorriendo el piso en una batalla de piernas y ojos.
Me levantas, me lanzas, me recoges, me alzas. Me regodeo para ti, coqueta, desafiante. Me buscas, me encuentras, me aprietas, me atraes… me haces tuya en el baile. Te siento rígido en mi vientre cuando me abrazas contra tu pecho. Me sientes húmeda en los muslos cuando me levantas en vilo. Sudamos, jadeamos, perdemos el aliento en una batalla que ninguno de los dos parece poder ganar.
La música sube y se acerca el desenlace. Mi cara roza la tuya, muerdo tu cuello. Me aprietas el culo, yo me vuelvo y lo pego a tu ingle. Caminas detrás mío, me agarras de la cintura, giramos de nuevo en una figura indescriptible y al fin me sueltas.
Caigo en la silla, cansada. Tu también te sientas con la camisa desencajada y el pelo sudado. Te miro con la misma burla de antes, soplo un beso rojo y mojado en tu dirección y te susurro:
Y lloro sin que sepas que el llanto mio Tiene lagrimas negras Tiene lagrimas negras como mi vida.
Lágrimas negras – Miguel Matamoros
A veces quiero hacerle daño a alguien pero enseguida se me pasa pues matar a un hijoeputa no va a erradicar todo el mal que hay en el mundo.
A veces quiero correr hasta que se me cansen los pies y me caiga y me revuelque por el sueño, vencida, cansada, porque a veces siento que no puedo más.
A veces no me levanto de la cama, solo cierro los ojos y miro entre mis sienes y la busco a ella para que me lleve a volar entre sueños diurnos y mariposas.
A veces me despierto linda, lindísima y solo quiero mirarme al espejo hasta que ya no me sienta linda más, hasta que me sienta fea fea y no me pueda mirar más,
A veces me sube el fuego por las piernas o me baja por el cuello y me quema cuando hace contacto en mi ombligo y se me mojan los labios y se me erizan los vellos.
A veces río a carcajadas hasta que lloro o hasta que me orino, otras, sonrío con los ojos o con los dientes porque soy feliz como los niños chiquitos.
Pero a veces, solo a veces y cuando nadie me ve, ni me escucha ni me siente, cuando ni siquiera me saben viva… lloro.
Nuestros viejos no son eternos y aunque nunca pensamos en esas cosas, un día nos tendrán que dejar. Cuando hablo de viejos me concentro en los abuelos pues por mi edad, mis padres sin jóvenes y fuertes y me los imagino octogenarios.
Yo sé que todo el mundo no piensa igual pero al menos yo venero mucho a esos viejitos. Juro que se me enternece el alma cuando veo a un ancianito. Surten un efecto en mí que ni los bebés provocan. Y es que sobrevivir tantos años a esta vida de mierda, y sobre todo con tanta dignidad, es un acto heroico. Eso me merece mucho respeto.
Pero al final, la jodida vida se va llevando de poco en poco a todos esos angelitos arrugados a un lugar mejor, a decir de muchos, pero la verdad es que nunca se van. Se quedan en cada rincón de nuestra casas, en cada cuento de la niñez, en cada olor del pasado.
Y yo miro a mi alrededor y pienso que puedo sentirme dichosa pues mi angelito aún existe. Y allí está entre sus matas del patio, con sus libros y tarecos guardados, pensando en mí y en quién sabe cuántos más recuerdos que se le borran poquito a poco de sus oxidada memoria. Y yo estoy lejos y ella no quiere dejar su pedacito y por ley de la vida yo tengo que vivir caminando hacia adelante no hacía atrás.
Pero la quiero y la añoro y también pienso mucho en ella. Entre tantos otros sueños de un futuro que quiero, mis recuerdos del pasado, casi todos tienen su matiz personal. Casi toda yo soy un producto de lo que construyeron sus manitas viejas y doloridas. Casi todo lo que pienso viene de lo que me enseñó ella de la vida.
Soy quien soy gracias a mi abuela y no me veo en un mundo donde ella no exista pues el mundo lo inventó ella para mi. Larga vida a mi abuela y a todos los abuelitos del mundo, en su pedacito de tierra o en su pedacito de cielo.
Larga vida!!!
A mi amiga Thais y a nuestra abuelita Chuchita, que descance en paz y por supuesto, a mi abuela Águeda.
Lo único que me duele de morir, es que no sea de amor. El amor en los tiempos del cólera – Gabriel García Márquez
No soy de emocionarme con nacimientos de príncipes o muertes de actores. No suelo hacerle mucho caso a Facebook y todo su morbo. Tampoco soy de rendirle pleitesías a personalidades o culto a los famosos pero hoy es un día tan triste para mi corazón que no puedo guardar silencio.
Hoy recibí una muy buena noticia sobre mi salud. Algo me tenía asustada y finalmente no fue más que una falsa alarma. Pensé que este era uno de los días más felices y sudé frío cuando escuché las palabras. Ahora sudo frío por el miedo pues me aterra que no haya nacido otro escritor como mi Gabo.
No soy una mujer de fe, soy más bien pragmática pero el Gabo era parte de mi religión muy personal.
Cuando tenía como 16 años mi abuelita, que es una polilla, se encontró un libro de encuadernado duro y blanco, yaciendo en una montaña al lado de la basura. Lo recogió entre otros abandonados y fue el que más llamó mi atención. Yo no sabía mucho de literatura más allá de Verne, Salgari o Homero.
El libro estaba un poco desvencijado y le habían arrancado alguna dolorosa dedicatoria. Ahora que lo pienso y luego de labrar mi propia historia con ese libro que dejé en otras manos queridas, tal vez lo dejaron en el olvido luego de alguna rencilla amorosa pues no me cabe en la cabeza que alguien deje botado un libro de Gabriel García Márquez así como así.
Se lo di a mi novio de aquella época, que no leía ni un carajo pero me lo pidió. A los meses lo encontré en su casa y como era de esperar, ni lo había tocado. Hay personas que simplemente no son dignas de leer al Gabo. Mientras veíamos la televisión tomé el libro en mis manos, lo abrí a la mitad y comencé a leer uno de los libros más bellos que he tenido el placer y la desdicha de conocer.
Me bebí de un trago una cantidad absurda de letras que se me clavaron en el pecho como un buen tequila. Cerré el libro y me fui a casa. Comencé de nuevo por el principio, como se leen los libros y no terminé de leerlo nunca más. Así nacieron para mi Gabriel y El Amor en los Tiempos del Cólera y lo he amado tanto desde aquel bendito día…
No voy a decir que me he leído todos sus libros pues no es cierto. Luego leí Cien Años de Soledad y Del Amor y Otros Demonios pero El Amor me sigue llamando desde el librero y su hechizo es muy fuerte para mi débil alma.
Aquel libro blanco de encuadernado duro, de hojas rotas y memorias inciertas se quedó en Cuba pues a Cuba pertenecía. No tuve valor para traerlo conmigo y se lo dejé a otro novio que lo valoró más. Jamás he preguntado si el libro existe, si aún lo tiene pues el libro y él me dolieron demasiado.
Tengo otra copia y no sé explicarlo pero esa no me duele tanto como la primera. Supongo que tenga que ver con el mito del Gabo y que a través de aquel libro se convirtió en mi verdadero primer amor y por eso tuve que dejarlo atrás.
Hoy es un día triste. Hoy el cielo ganó una estrella pero el mundo ha perdido a un creador de sueños y nos ha dejado una deuda que no podremos pagar nunca.
Del nicho helado en que los hombres te pusieron, te bajaré a la tierra humilde y soleada. Que he de dormirme en ella los hombres no supieron, y que hemos de soñar sobre la misma almohada.
Los sonetos de la Muerte – Gabriela Mistral
Los gringos se tiran tres peos pa sus padres. Los ponen en un home a que se mueran viejos y solos. Los gringos arman mucha algarabía si se le rompe la pata a una silla o el perro le muerde el sofá. Por eso si una cubana que trabaja entre gringos deja de ir al trabajo por una semana porque se le murió su abuela, los gringos lo ven como un acto extraterrestre, ya que para ellos su viejos padres son un bulto y sus abuelos, más viejos, son más bultos aún.
Una muchacha que trabaja conmigo, cubana, una de tantas a quienes crían sus abuelas… como yo, acaba de perderla en la batalla contra la vida y la vejez. En este momento yo soy la única que la entiende. Todos mis abuelos están muertos menos Aguedita y aunque no fueron pérdidas particularmente duras en mi por la falta de roce y porque mi abuelo murió cuando yo era una niña, entiendo que sufre. Lo entiendo más que cualquiera de los gringos que no entienden nada de nada.
Le pregunté cómo se sentía y me dijo que ya ni sabía. Le vi el vacío en los ojos, le el alma vacía a través de los ojos. Comenzó a llorar.
Me sentí culpable pues le traje el recuerdo. Me sentí culpable porque a mi también me dolió. Me sentí culpable pues el «cómo te sientes» es una pregunta estúpida y forzada, una manera de expresar unas condolencias que no sabes expresar, que simplemente no se pueden expresar. Me sentí culpable por no callarme la boca y pasar por su lado como si nada hubiera pasado. No creo que cuando a uno se le muere alguien le importe mucho o necesite mucho el consuelo de alguien más. Supongo que cuando a uno se le muere alguien a quien quiere uno quiere que todo el mundo se muera, uno quiere morirse uno.
Y cuando la abracé y le besé la frente, intentando llevarme un poquito de su dolor en los brazos, para tragármelo yo o echarlo al viento de la calle, no me sentí mejor. Me sentí más miserable pues recordé que nadie es eterno y que algunos simplemente tenemos un poquito más de tiempo que otros para ser felices pela vida es y seguirá siendo una cabrona de mierda.